El
teatro y la cultura (2)
Podemos esbozar una idea de la cultura, una idea
que es ante todo una protesta.
Protesta contra la limitación insensata que se
impone a la idea de la cultura, al reducirla a una especie de inconcebible
panteón; lo que motiva una idolatría de la cultura, parecida a la que esas
religiones que meten a sus dioses en un panteón.
Protesta contra la idea de una cultura separada de
la vida, como si la cultura se diera por un lado y la vida por otro; y como si
la verdadera cultura no fuera un medio refinado de comprender y ejercer la
vida.

Pueden quemar la biblioteca de Alejandría. Por
encima y fuera de los papiros hay fuerzas; nos quitarán por algún tiempo la
facultad de encontrar otra vez esas fuerzas, pero no suprimirán su energía. Y conviene
que las facilidades demasiados grandes desaparezcan y que las formas caigan en
el olvido; la cultura sin espacio ni tiempo, limitada sólo por nuestra
capacidad nerviosa, reaparecerá con energía acrecentada. Y está bien que de
tanto en tanto se produzcan cataclismos que nos inciten a volver a la
naturaleza, es decir, a reencontrar la vida. El viejo totemismo de los
animales, de las piedras, de los objetos cargados de electricidad, de los
ropajes impregnados de esencias bestiales, brevemente, todo cuanto sirve para
captar, dirigir y derivar fuerzas es para nosotros cosa muerta, de la que no
sacamos más que un provecho artístico y estático, un provecho de espectadores y
no de actores.
Ahora bien, el totemismo es actor, pues se mueve y
fue creado para actores; y toda cultura verdadera se apoya en los medios
bárbaros y primitivos del totemismo, cuya vida salvaje, es decir, enteramente
espontánea, yo quiero adorar.
Lo que nos ha hecho perder la cultura es nuestra
idea occidental del arte y el provecho que de ella obtenemos. ¡Arte y cultura
no pueden ir de acuerdo, contrariamente al uso que de ellos se hace
universalmente!
La verdadera cultura actúa por su exaltación y por
su fuerza y el ideal europeo del arte pretende que el espíritu adopte una
actitud separada de tal fuerza, pero que asista a su exaltación. Idea perezosa,
inútil, y que engendra la muerte a breve plazo. Las múltiples muertes de la
serpiente de Quetzalcoatl son armoniosas porque expresan el equilibrio y las
fluctuaciones de una fuerza dormida; y la intensidad de las formas sólo se da
allí para seducir y captar una fuerza que provoca, en música, un acorde
desgarrador.
Los dioses que duermen en los museos; el dios del
Fuego con su incensario que se parece a un trípode de la inquisición; Tlaloc,
uno de los múltiples dioses de las Aguas, en la muralla de granito verde; la
Diosa Madre de las Aguas, la Diosa Madre de las Flores; la expresión inmutable
y sonora de la Diosa con ropas de jade verde, bajo la cobertura de varias capas
de agua; la expresión enajenada y bienaventurada, el rostro crepitante de
aromas, con átomos solares que gira alrededor, de la Diosa Madre de las Flores;
esa especie de servidumbre obligada de un mundo donde la piedra se anima porque
ha sido golpeada de modo adecuado, el mundo de los hombres orgánicamente
civilizados, es decir, con órganos vitales que salen también de su reposo, ese
mundo humano nos penetra, participa en la danza de los dioses, sin mirar hacia
atrás y sin volverse, pues podría transformarse, como nosotros, en estériles
estatuas de sal.
En México, pues de México se trata, no hay arte, y
las cosas sirven. Y el mundo está en perpetua exaltación.
A nuestra idea inerte y desinteresada del arte,
una cultura auténtica opone su concepción mágica y violentamente egoísta, es
decir, interesada. Pues los mexicanos captan el Manas, las fuerzas que duermen
en todas las formas, que no se liberan si contemplamos las formas como tales,
pero que nacen a la vida si nos identificamos mágicamente para apresurar la
comunicación.
Cuando todo nos impulsa a dormir, y miramos con
ojos fijos y conscientes, es difícil despertar y mirar como en sueños, con ojos
que no saben ya para qué sirven, con una mirada que se ha vuelto hacia dentro.
Así se abre paso la extraña idea de una acción
desinteresada, y más violenta aún porque bordea la tentación del reposo.
Toda efigie verdadera tiene su sombra que la
dobla; y el arte decae a partir del momento en que el escultor cree liberar una
especie de sombra, cuya existencia destruirá su propio reposo.
Al igual que toda cultura mágica expresada por
jeroglíficos apropiados, el verdadero teatro tiene también su sombras; y entre
todos los lenguajes y todas las artes es el único cuyas sombras han roto sus
propias limitaciones. Y desde el principio pudo decirse que esas sombras no
toleraban ninguna limitación.
Nuestra idea petrificada del arte se suma a
nuestra idea petrificada de una cultura sin sombras, y donde, no importa a qué
lado se vuelva, nuestro espíritu no encuentra sino vacío, cuando en cambio el
espacio está lleno.
Pero el teatro verdadero, ya que se mueve y
utiliza instrumentos vivientes, continúa agitando sombras en las que siempre ha
tropezado la vida. El actor que no repite dos veces el mismo gesto, pero que
gesticula, se mueve, y por cierto maltrata las formas, detrás de esas formas y
por su destrucción recobra aquello que sobrevive a las formas y las continúa.
El teatro que no está en nada, pero que se vale de
todos los lenguajes: gestos, sonidos, palabras, fuego, gritos, vuelve a encontrar
su camino precisamente en el punto en que el espíritu, para manifestarse,
siente necesidad de un lenguaje.
Y la fijación del teatro en un lenguaje: palabras
escritas, música, luces, ruidos, indica su ruina a breve plazo, pues la
elección de un lenguaje revela cierto gusto por los efectos especiales de ese
lenguaje; y el desecamiento del lenguaje acompaña a su desecación.
El problema, tanto para el teatro, como para la
cultura, sigue siendo el de nombrar y dirigir sombras; y el teatro, que no se
afirma en el lenguaje ni en las formas, destruye así las sombras falsas, pero
prepara el camino a otro nacimiento de sombras, y a su alrededor se congrega el
verdadero espectáculo de la vida.
Destruir el lenguaje para alcanzar la vida es
crear o recrear al teatro. Lo importante no es suponer que este acto deba ser
siempre sagrado, es decir, reservado; lo importante es creer que no cualquiera
puede hacerlo, y que una preparación es necesaria.
Esto conduce a rechazar las limitaciones
habituales del hombre y de los poderes del hombre, y a extender infinitamente
las fronteras de la llamada realidad.
Ha de creerse en un sentido de la vida renovado
por el teatro, y donde el hombre se adueñe impávidamente de lo que aún no
existe y lo haga nacer. Y todo cuanto no ha nacido puede nacer aún si no nos
contentamos como hasta ahora con ser meros instrumentos de registro.
Por otra pare, cuando pronunciamos la palabra
vida, debe entenderse que no hablamos de la vida tal como se nos revela en la
superficie de los hechos, sino de esa especie de centro frágil e inquieto que
las formas no alcanzan. Si hay aún algo infernal y verdaderamente maldito en
nuestro tiempo es para esa complacencia artística con que nos detenemos en las
formas, en vez de ser como hombres condenados al suplicio del fuego, que hacen
señas sobe sus hogueras.
Antonin Artaud
(Fragmento)
El teatro y su doble, 1938, Buenos Aires,
Sudamericana, 2005