La danza en el Romanticismo
Durante el período romántico se produjo un gran cambio en esta
disciplina artística. A principios del siglo XIX el ballet comenzó a poner en
escena historia de príncipes, ninfas, magia y amores no correspondidos.
Mientras que en épocas anteriores
se desarrollaban argumentos de temas mitológicos y dioses de la Antigüedad como
Apolo, Venus o Marte, en el Romanticismo las historias tenían como
protagonistas a príncipes, ninfas, hechiceros, sílfides, magos y enamorados.
Fue una época caracterizada por
su riqueza artística, que supuso la aparición de una nueva estética.
Se introdujo el uso del tutú, un
vestido corto de gaza que permitía observar la destreza de los pasos, y el
baile sobre la punta de los pies (sur les
pointes) con zapatillas de punta endurecida, lo que otorgaba a la bailarina
un aire de libertad y ligereza.
Se utilizaban los desplazamientos
en vuelo, reduciendo así el contacto con el suelo, para dar sensación de flotar
en el aire.
Además, los bailarines se
esforzaban por transmitir la expresividad necesaria para crear una imagen
emotiva.
En la mayoría de los ballets, la
bailarina desempeña un papel principal, mientras que los bailarines actuaban
como apoyo.
Al mismo tiempo, un factor
puramente técnico, la introducción en los espectáculos de la luz de gas, ayuda
a introducir en los teatros una atmósfera completamente diferente, pues se
ilumina el escenario y la sala permanece a oscuras. Los decorados, que aplican
la técnica de Daguerre en superposición y efectos lumínicos, fueron otro
elemento clave. El objetivo de todo ello era la representación del mundo
romántico de los sueños, la fantasía, lo irreal, frente a lo terreno y
concreto, pues se lograba crear un espacio escénico en el que se podía representar
un espacio ideal que hacía perceptible ese mundo contrastado de realidad y
ficción.
El nuevo ballet se desarrolla a
partir de las óperas que triunfaban en París entre un nuevo público de la
burguesía emergente. El ballet era una parte fundamental de esas óperas. Por
eso se puede decir que la historia del ballet moderno comienza en 1831 con la
representación de la ópera “Robert le Diable” de Meyerbeer. En esta ópera se
apagaron por primera vez las luces de sala. El llamado “Ballet de las Monjas”,
incluido en esta ópera, se desarrolla en un claustro gótico a la luz de la
luna; las Monjas son espíritus levantados de su tumba con fantasmales trajes de
tul blanco, es decir, el tutú romántico. No sólo estos trajes traen una
revolución estética, sino que el tejido utilizado, gasa o tul, permitía
movimientos más ligeros a las bailarinas. En este ballet debutó María Taglioni,
fundadora definitiva del ballet romántico. Con esta bailarina, hija de un
coreógrafo italiano y discípula de Vestris, se consigue por fin la aplicación
artística y expresiva de la técnica de puntas.
El ballet como forma artística
independiente de la ópera se consagra definitivamente en el siglo XIX, siendo
el Romanticismo francés el que revolucionó la técnica
María Taglioni interpretó después
de este ballet operístico “La Sylphide”, que independiza el ballet de la ópera.
“La Sylphide” fue un éxito total gracias a su libreto, que será un clásico en
el repertorio romántico, y también debido a la consolidación de la bailarina
como un ser etéreo e irreal, imagen que se perpetúa hasta nuestros días en el
ballet clásico. Su argumento es paradigma de los gustos románticos.
La transcendencia de “La
Sylphide” se agranda cuando se considera que un joven, Auguste Bournonville,
asistió a su representación en 1834 y decidió crear su propia versión del
ballet para realizarla en Copenhague, donde desarrollaba su carrera de bailarín
y coreógrafo. Esta versión es la que ha llegado hasta nuestros días. El trabajo
de Bournonville en Copenhague continúa actualmente en la enseñanza de su estilo
en la Escuela de Ballet Real de Dinamarca. Un rasgo importante de esta escuela,
que la identifica, es que los bailarines tienen gran importancia, equiparables
a las bailarinas, en contraste con lo que ocurrió en París o San Petersburgo.
Bournonville, además, tuvo una
visión del Romanticismo más colorista y popular, de tono nacionalista y basado
en el folclore local. Su técnica particular se ha conservado gracias al
aislamiento y puede resumirse en el trabajo en “batterie” (pequeños saltos), en
el uso de un torso erguido mientras los pies realizan complicadas combinaciones
de saltos, y la gran simplicidad y elegancia en el uso de los brazos.
El colorismo introducido por
Bournonville en el ballet fue parte fundamental en el ballet romántico
posterior, con la introducción del exotismo y el orientalismo.
Desde la Ópera de París, surgió
una nueva bailarina, Carlota Grisi quien se destacó en el ballet “Giselle”, con
libreto de Gautier. “Giselle” es un ballet que, al contrario de otros muchos de
la época, ha sobrevivido al paso del tiempo, debido a que es una obra maestra
en la concepción dramática y coreográfica.
“Giselle” aúna los aspectos
coloristas y nacionalistas con lo irreal y lo fantástico. Su éxito se basó en
varios factores; uno era que respondía totalmente a los parámetros estéticos de
la época. Dividido en dos actos, seguía la tradición iniciada en “La Sylphide”
de contraposición del mundo terrenal con el mundo fantástico, pero ahora era
una sola bailarina la encargada de representar los dos mundos. Lo más
importante, sin embargo, fue la creación de una música original, una partitura
creada exclusivamente para el ballet, que fue compuesta por Adolphe Adam. Hasta
ese momento, los ballets se habían coreografiado sobre fragmentos procedentes
de óperas. La originalidad de la partitura hace que exista una unidad dramática
y coreográfica, gracias a los leitmotivs de los personajes y las situaciones.
En “Giselle” la danza es el tema, pero también el medio fundamental de contar
la historia.
Fragmentos
bajados de arteescenicas.wordpress.com, y tomados de Enciclopedia del Estudiante de Santillana.