sábado, 8 de octubre de 2011

Antonin Artaud

El teatro y la cultura (I)

Antonin Artaud (1865-1948) fue dramaturgo, ensayista, poeta. A partir de una primera etapa en contacto con el surrealismo, Artaud impone la singularidad de su visión. Alrededor de 1931, empieza a desarrollar su teoría del teatro de la crueldad. En 1936 viaja a México. Vive con los indios tarahumaras y experimenta con el peyote. Vuelve a Francia y emprende un viaje a la Irlanda legendaria, de la que es deportado. Permanece en distintos asilos mentales franceses hasta su muerte. Su obra niega esa conclusión biográfica: lo repite una y otra vez para distintas generaciones, iracundo y genial.


Nunca, ahora que la vida misma sucumbe, se ha hablado tanto de civilización y cultura. Y hay un raro paralelismo entre el hundimiento generalizado de la vida, base de la desmoralización actual, y la preocupación por una cultura que nunca coincidió con la vida y que en verdad la tiraniza.
Antes de seguir hablando de cultura señalo que el mundo tiene hambre, y no se preocupa por la cultura; y que sólo artificialmente pueden orientarse hacia la cultura del pensamiento vueltos nada más que hacia el hambre.
Tenemos sobre todo necesidad de vivir y de creer en lo que nos hace vivir, y que algo nos hace vivir; y lo que brota de nuestro propio interior misterioso no debe aparecérsenos siempre como preocupación groseramente digestiva.
Quiero decir que si a todos nos importa comer inmediatamente, mucho más nos importa no malgastar en la sola preocupación de comer inmediatamente nuestra simple fuerza de tener hambre.
Si la confusión es el signo de los tiempos, yo veo en la base de esa confusión una ruptura entre las cosas y las palabras, ideas y signos que las representan.
No faltan ciertamente sistemas de pensamiento; su número y sus contradicciones caracterizan nuestra vieja cultura europea y francesa; pero, ¿dónde se advierte que la vida, nuestra vida, haya sido alguna vez afectada por tales sistemas?
No diré que los sistemas filosóficos deban ser de aplicación directa e inmediata; pero una de dos:
O estos sistemas están en nosotros y nos impregnan de tal modo que vivimos de ellos (¿y qué importan entonces los libros?), o no nos impregnan y entonces no son capaces de hacernos vivir (¿y en ese caso qué importa que desaparezcan?).
Hay que insistir en esta idea de la cultura de acción y que llega a ser en nosotros como un nuevo órgano, una especie de segundo aliento; y la civilización es la cultura aplicada que rige nuestros actos más sutiles, es espíritu presente en las cosas, y sólo artificialmente podemos separar la civilización de la cultura y emplear dos palabras para designar una única e idéntica acción.
Juzgamos a un civilizado por su conducta, y por lo que él piensa de su propia conducta; pero ya en la palabra civilizado hay confusión; un civilizado culto es para todos un hombre que conoce sistemas, y que piensa por medio de sistemas, de formas, de signos, de representaciones.
Es un monstruo que en vez de identificar actos con pensamientos ha desarrollado hasta el absurdo esa facultad nuestra de inferir pensamientos de actos.
Si nuestra vida carece de azufre, es decir, de una magia constante, es porque preferimos contemplar nuestros propios actos y perdernos en consideraciones acerca de las formas imaginadas de esos actos, y no que ellos nos impulsen.
Y esta facultad es exclusivamente humana. Hasta diré que esta infección de lo humano contamina ideas que debían haber subsistido como ideas divinas; pues lejos de creer que el hombre ha inventado lo sobrenatural, lo divino, pienso que la intervención milenaria del hombre ha concluido por corromper lo divino.
Todas nuestras ideas acerca de la vida deben reformarse en una época en que nada adhiere ya a la vida. Y de esta penosa escisión nace la venganza de las cosas; la poesía que no se encuentra ya en nosotros y que no logramos descubrir otra vez en las cosas resurge, de improviso, por el lado malo de las cosas: nunca se habrán visto tantos crímenes, cuya extravagancia gratuita se explica sólo por nuestra impotencia para poseer la vida.
Si el teatro ha sido creado para permitir que nuestras represiones cobren vida, esa especie de atroz poesía expresada en actos extraños que alteran los hechos de la vida demuestra que la intensidad de la vida sigue intacta, y bastaría con dirigirla mejor.
Pero por mucho que necesitemos de la magia, en el fondo tememos a una vida que pudiera desarrollarse por entero bajo el signo de la verdadera magia.
Así, nuestra arraigada falta de cultura se asombra de ciertas grandiosas anomalías; por ejemplo, que en una isla sin ningún contacto con la civilización actual el simple paso de un navío que sólo lleva gente sana provoque la aparición de enfermedades desconocidas en ella, y que son especialidad de nuestros países: zona, gripe, reumatismo, sinusitis, polineuritis, etcétera.
Y asimismo, si creemos que los negros huelen mal, ignoramos que para todo cuanto no sea Europa somos nosotros, los blancos, quienes olemos mal. Ya hasta diré que tenemos un olor blanco, así como puede hablarse de un “mal blanco”.  
Cabe afirmar que, como el hierro enrojecido al blanco, todo lo excesivo es blanco; y para un asiático el color blanco ha llegado a ser la señal de la más extrema descomposición.




Antonin Artaud
(Fragmento)
El teatro y su doble, 1938, Buenos Aires, Sudamericana, 2005

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