La magia del teatro
La sociedad de la segunda década del siglo XX aún conserva los resabios de la Bella Época y sufre el dolor de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, no pierde el gusto por los espectáculos: ópera, opereta, teatro de revista, ballet, magia y transformismo.
Asistir a una representación teatral es mirar el espejo de la vida. Al igual que en ésta, tras bastidores hay seres activos y seres pasivos; algunos sienten hondamente la existencia, en tanto que otros la sufren sin emitir ni un quejido. El espectáculo, como la vida, nos da sorpresas y lo emocionante en ambos es el juego del azar, al entrar en el laberinto sin hilo conductor ni una Adriadna que nos salve.
Al comenzar la década de 1910, el público carece de un gusto refinado. Todavía asiste al circo trashumante, se regocija con los payasos y pone en juego sus emociones ante los seres contrahechos, los equilibristas y la mujer barbuda. Aún lo divierten el tragafuego y el gitano que, mediante un pandero, hace bailar al oso en la plaza pública. Sin embargo, la intuición de los empresarios percibe la necesidad de renovar sus espectáculos y de ofrecer otro tipo de diversiones. Muy pronto aparecen el teatro de variedades, los escapistas, los ventrílocuos, los magos, los transformistas y las grandes divas.
De esta época data el inolvidable mago Harry Houdini. Erik Weisz, el artista de la fuga, adoptó su nombre artístico en honor de su ídolo, Robert Houdin, mago francés del siglo XIX. Lo que inmortalizó a Houdini fueron sus actos espectaculares, producto de una condición física envidiable y de una destreza sin igual, más que de la ilusión. Escapó de bóvedas de bancos, de barriles cerrados con clavos, de una gigantesca pelota de fútbol y de sacos de correo cosidos. Tuvo muchos imitadores, pero ninguno lo superó: incluso varios murieron tratando de emularlo, empeñados en opacar su fama. Asistir a uno de los espectáculos de este escapista significaba pasar media función sudando frío. Luego de una vida tan agitada, y contra todo pronóstico, el Gran Houdini no murió durante uno de sus actos, sino en su casa, víctima de una lesión que no se atendió a tiempo.
El transformismo también era fascinante. Se abría el telón y aparecía un actor contando una anécdota divertida. Súbitamente, se esfumaba tras bastidores y reaparecía con otro atuendo, con otra mirada, con otra voz. Así podían desfilar cinco, diez personajes interpretados por un mismo actor. Lo más importante de esta metamorfosis, que tenía lugar ante los ojos del espectador, consistía en su rapidez. Semejante proeza era creíble sólo porque en el programa se aseguraba que corría a cargo de una misma persona.
Por lo regular, conseguir boletos para presenciar la función de un ventrílocuo era difícil. Algunas damas se horrorizaban al ver a ese muñeco sin vida adquirir voz y movimiento en escena; en cambio, los caballeros festejaban sin ningún recato cualquier chiste pícaro del dueto. Uno desdoblado en dos, ése era precisamente el arte de la ventriloquia: ser dos en uno y estructurar un diálogo simpático que cautivara el corazón del público.
Como Houdini, Harry Gordins se especializó en desafiar el peligro y aceptar escalofriantes retos. Su habilidad consistía en escalar edificios, pegándose a las paredes para ascender a alturas vertiginosas ante la mirada atónita de un público que, extasiado, siempre pedía más. Para complacerlo, el “Hombre Mosca” contaba sóo con la fuerza extraordinaria de sus brazos y piernas y con un poder de concentración que le permitía lograr siempre su hazaña: conquistar la cumbre de los rascacielos más altos. Harold Lloyd, cómico estadounidense, lo inmortalizó en Safety Last, una de sus películas más célebres.
El ballet clásico vivió en este periodo un gran auge, durante el cual se proyectaron en el proscenio rutilantes estrellas. Entre ellas destaca un personaje: Serguei Pavlovich Diáguilev, un empresario ruso que, gracias a su amplia cultura y a su sensibilidad, logró reunir en sus ballets a un equipo de primeras figuras. Anna Pavlova, Ida Rubinstein y Vaslav Nijinski fueron algunos integrantes del Ballet de Diáguilev. En 1913 estrenaron La consagración de la primavera con un éxito arrollador. En su primera etapa, el catalán José María Sert se encargaba de realizar las escenografías. Posteriormente, atraídos por el vanguardismo de los espectáculos, también colaboraron Pablo Picasso, Joan Miró y Max Ernst.
Dentro del vasto universo de las representaciones dramáticas, de la ópera, de los cantantes y de las divas, desfilan nombres tan conocidos como Enrico Causo, María Guerrero, Sarah Bernhardt, Cécile Sorel, Esperanza Iris, Celia Montalbán, Margarita Xirgu, Enrique Borrás... Y entre este mundo de luces y sombras, de lentejuelas y bisutería, el espectador sueña que sueña.
Escenas inolvidables del siglo XX, Readers Digest de México, 1998
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