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sábado, 1 de agosto de 2015

La importancia del cuerpo en el teatro

Cuerpo y vida cotidiana

El cuerpo surge en el escenario de los encuentros cotidianos no como un objeto natural sino como un producto voluntariamente disfrazado, enmascarado por vestimenta, maquillaje, tatuajes, etc.
Se constituye como un punto de anclaje necesario, al mismo tiempo, lábil, que se desliza de lo real a lo aparencial, de lo oculto a lo develado, de la unidad a la fragmentación, del adentro al afuera.
El cuerpo es un medio de estar en el mundo y, al mismo tiempo, un producto de ese mundo; los movimientos corporales son vehículos de comunicación, una forma de intercambio pautada por las diferentes culturas.
En la vida cotidiana, el comportamiento gestual expresa emociones, acompaña al habla para repetir, contradecir, sustituir, completar o acentuar lo dicho, o bien, opera como regulador de la interacción conversacional. En ese aspecto comunicativo de la gestualidad general es importante incluir la expresión facial, pues controla los canales del intercambio, complementa o cualifica otras conductas verbales o no verbales (un parpadeo equivale a una sonrisa de aceptación, complicidad, etc.), e inclusive, en algunos casos, puede llegar a reemplazar el enunciado verbal.
Actualmente nos encontramos inmersos en una cultura somática, en la que el cuerpo es objeto de culto y expresión narcisista: cuerpos mimados, cuidados, gloriosos, que son socialmente recompensados. Inversamente, quienes poseen cuerpos que no responden a los cánones de belleza consensuados son acosados, discriminados, humillados. Humillación que se manifiesta en su marginación y ocultamiento, tanto en el campo familiar como en el institucional, y que llega a límites sorprendentes en los medios de comunicación. Aun en nuestros días, enanos, mujeres gordas, seres deformes de todo tipo son exhibidos en programas televisivos, a la manera de los antiguos espectáculos de feria y circo.

Fragmentos de:

Beatriz Trastoy, Perla Zayas de Lima; Lenguajes escénicos, Prometeo, 2006

domingo, 23 de febrero de 2014

Lenguajes escénicos

Las didascalias: una palabra recuperada


Las distintas corrientes de la teoría literaria consideran la narración y el teatro como géneros diferentes, con su propia legalidad y su propia especificidad. Aunque los esfuerzos por delimitar uno y otro continúan verificándose aún en recientes trabajos críticos, la revalorización de la palabra teatral verificada en las últimas décadas generó nuevas miradas sobre el texto dramático. En este sentido, el discurso didascálico mereció especial atención como escritura límite, no ya de la tradicional oposición entre texto y representación, sino en tanto punto de encuentro (y desencuentro) entre teatro y literatura.
Las didascalias son precisamente el aspecto discursivo más complejo y ambiguo del texto dramático y, al mismo tiempo, el más específico y determinante de su teatralidad.
La didascalias condensa la duplicidad (presencia-ausencia, realidad-ficción) que funda lo teatral. Son a la vez actos ilocutorios representativos, que apuntan a la creencia, a hacer coincidir la palabra con el mundo, a comprometer al locutor con la verdad de lo expresado, y actos ilocutorios directivos, los cuales en este caso, más que ordenar, sugieren los modos de materializar la propuesta dramática y/o suplican ─indirectamente─ una cooperación interpretativa por parte del receptor.

Fragmento de:

Beatriz Trastoy, Perla Zayas de Lima; Lenguajes escénicos, Prometeo, 2006

viernes, 10 de mayo de 2013

Escena y Realidad


La emoción, el espectador y el crítico teatral
     

El implacable magnetismo corporal de los seres que se mueven sobre el escenario condiciona nuestro comportamiento social de espectadores. En el teatro aún cuando nos oculte la penumbra, nos sentimos observados, sutilmente vigilados por esos cuerpos que, al exhibirse bajo los reflectores, nos hacen tomar conciencia de nosotros mismos y de quienes nos rodean. Por eso, mucho más circunspectos y respetuosos que en el cine, evitamos entrar cuando está empezada la función y no solemos retirarnos antes de que termine el espectáculo, evitamos desenvolver ruidosamente los caramelos y hacer comentarios en voz alta. Pero a cambio de tanto autocontrol, exigimos emociones. Emociones que, como espectadores, nos sentimos con derecho a reclamar. Al dramaturgo le pedimos emoción para concebir y plasmar su historia; a los realizadores, para poner en signos ideas y acciones; al personaje, para develar su interioridad; al actor, para encarnar al personaje; a nosotros mismos, para justificar nuestro lugar de receptores de un mensaje estético. Y al crítico...  ¿también le exigimos emoción?

El espectador no especializado quien antes o después de ver un espectáculo lee la crónica de un estreno, busca encontrar en el crítico teatral un consejero que, con probidad e independencia de criterio, le indique qué le conviene ver, un exegeta que lo ayude a comprender, un interlocutor capacitado con quien confrontar y discutir sus opiniones, un vocero que haga público los propios elogios y quejas. No obstante, el espectador-lector tenderá a sentirse defraudado si encuentra en la crónica el señalamiento de las emociones más profundas que el espectáculo despertó en el crítico, aún cuando esas emociones resulten similares o idénticas a las que él mismo experimentó.

Todo lector de una obra literaria busca internalizar el texto, hacerlo propio, inclusive memorizándolo, para fundirse placenteramente en él, con él; del mismo modo, el espectador teatral busca una contigüidad ontológica con el espectáculo, dejándose atrapar por su seducción básicamente esópica. La crítica problematiza necesariamente esta deseada simbiosis entre espectador y espectáculo, en la medida en que toda reflexión separa, supone una distancia con el objeto analizado.

Asimismo, esta contradicción del espectador en torno de la búsqueda de una racionalidad considerada como necesaria y, al mismo tiempo, como nociva, por entorpecedora o, directamente, anuladora del goce estético, no difiere demasiado de las que se presenta en el crítico especializado. El crítico busca disimular las marcas subjetivas en su discurso, para responder a las imposiciones de una cultura fuertemente intelectualista, que sobrevalora lo cognoscitivo en detrimento de lo pasional y que, por su tendencia a avergonzarse del placer, carece de un léxico apropiado para la expresión de las emociones.

La crítica teatral presupone diferentes tipos de discursos: narrativo, descriptivo, explicativo, conversacional, imperativo y figurativo. Su objetivo fundamental es persuadir más que convencer. Uno de los aspectos clave de la perspectiva “escritura-lectura de las emociones” es precisamente esta seducción puesta en juego en el discurso crítico, el cual, entendido como argumentación, tiene la función de explicar el objeto estético y de seducir al lector para persuadirlo acerca del valor de un espectáculo, pero también, tiene la función de crear nuevos sentidos, valorizando o desvalorizando las significaciones asociadas a los sentidos ya constituidos; desarticulando, para hacerlas visibles, la sintaxis y la semántica de los distintos sistemas significantes, como así también las hipótesis pragmáticas que orientaron el trabajo de realización escénica.

La siempre conflictiva relación entre espectador y crítico teatral debe intentar resolverse, entonces, reflexionando acerca de “como decir” y “como leer” las emociones que se transmiten no sólo sobre y desde el escenario, sino también a través de la escritura crítica que completa y resignifica el hecho teatral.


Beatriz Trastoy


Fragmentos de “La emoción, el espectador y el crítico teatral: un conflictivo ménage à trois”, en Escena y realidad, Oscar Pellettieri (Editor), Getea, Galerna. 

sábado, 13 de agosto de 2011

La práctica escénica


Puntos de partida


La tradición nos muestra que un actor y al menos un espectador bastan para que exista el teatro. Pero aun en el extremo despojamiento que supone la eventual falta de escenografía, de maquillaje, de vestuario o de objetos escénicos, son muchos los lenguajes que convergen en esta relación mínima.
En el proceso de la comunicación escénica, los elementos verbales y no verbales no sólo están estrechamente conectados entre si y son funcionalmente interdependientes, sino que pueden alcanzar autonomía significativa. La palabra convive con la música, con los diversos elementos escenográficos y la iluminación, con los gestos y los movimientos, con el vestuario y el maquillaje del actor, todos y cada uno de ellos es significativo de por sí, pero también puede explicar a los demás, complementarlos, contradecirlos, relativizarlos, anularlos, sobredimensionarlos.
Considerar los lenguajes verbales y no verbales en su interrelación dinámica permite iluminar un lenguaje mediante otro. Todas las sistematizaciones que de ellos se realicen deben, por lo tanto, ser organizadas e interpretadas con gran flexibilidad, otorgándoles un valor esencialmente instrumental.
Si se parte de la premisa de que los sistemas expresivos, en tanto factores formativos de la representación escénica no pueden ser considerados aisladamente (la iluminación, el sonido, el vestuario, etc. son complejas constelaciones sígnicas: en la luz hay que considerar el color, la intensidad, el movimiento, la forma; en el sonido, el ritmo, el tempo, la intensidad; en el vestuario, el color, el diseño, la textura del material) es posible concluir que en el teatro tiene porco sentido fragmentar un espectáculo en búsqueda de un signo mínimo para después articularlo con otras unidades mínimas. Resulta más productivo, en cambio, correlacionarlos e integrarlos entre sí, tanto en el plano de los significantes, como en el plano del significado. El proceso se inicia, entonces, con la elección y el ordenamiento práctico de determinados signos, tarea realizada por los creadores a fin de comunicar significados, y se continúa con la selección, ordenamiento, decodificación e interpretación de esos signos, por parte de los receptores.
El estudio de los signos no verbales no puede omitir la consideración de la palabra, esté o no presente en el espectáculo. Aún en las propuestas más radicalizadas del llamado teatro de imagen, la palabra se halla en su génesis y exige, a diferencia del teatro tradicional de texto, una dramaturgia del espectador que llene los vacíos con emociones, imágenes y sensaciones, pero también con palabras, ya  que el receptor se ve obligado a armar su propia historia. Asimismo, si bien es posible estudiar ciertos lenguajes encuadrándolos en diferentes campos (por ejemplo, la voz asociada al cuerpo o al sonido; la máscara asociada al cuerpo, al vestuario o bien al objeto),  también es cierto que la mayoría de los espectáculos privilegian unos signos con respecto a otros. Por lo tanto, aunque conscientes de la dificultad de agrupar y/o clasificar los distintos sistemas de signos no verbales, creemos que es necesario reflexionar sobre ellos, sobre su naturaleza y su funcionalidad, y, especialmente, sobre su relación con la palabra.
Considerar la interrelación de todos los sistemas que confluyen en la puesta en escena implica dificultades para el registro de dichos lenguajes, tanto por el hecho de ser la representación efímera e irrepetible, como por la heterogeneidad del material que debe ser consignado.
Los diferentes recursos audiovisuales empleados para el registro del hecho teatral ofrecen limitaciones y posibilidades que es necesario considerar. En la encuesta sobre semiótica teatral de la revista Versus (1978), la mayoría de los estudiosos consultados coincidieron en que el registro del texto escénico es una actividad metalingüística y, como tal, está sujeta a ciertas limitaciones que se refieren tanto al sistema de notación y a los instrumentos que se empleen para ello, como al hecho de que el espectáculo este en presencia o ausencia. Asimismo, se advierte que los nuevos métodos audiovisuales crearon falsas expectativas referidas a la solución del problema fundamental de toda investigación teatral, que es la inasibilidad del objeto de estudio. Más recientemente, desde el punto de vista teórico-metodológico, Patrice Pavis (1985), y Marco de Marinis (1988) profundizaron, respectivamente las cuestiones referidas a la notación y al registro audiovisual. En Teatro in immagini (1987), Valentina Valentini realiza, por su parte, una cuidadosa puesta al día del estado d la investigación referida al empleo de técnicas audiovisuales para el registro teatral, al tiempo que analiza de qué manera dichas técnicas influyeron en los realizadores y se incorporaron a los espectáculos como opción estética.


Fragmento de “La palabra: confluencias e interacciones en la práctica escénica” en Lenguajes escénicos de Beatriz Trastoy y Perla Zayas de Lima, Buenos Aires, Prometeo, 2006