martes, 16 de diciembre de 2014

El teatro como escenario de un crimen

Llamada a escena de un confederado

Es el 14 de abril de 1865. En el teatro Ford, de Washington, D.C., el joven actor John Wilkes Booth se preparó para dar la mejor función de su vida. Estaba a punto de asesinar al presidente de Estados Unidos.
Sin problemas, Booth llegó hasta el palco donde Abraham Lincoln y su esposa disfrutaban del acto final de Our American Cousin. Esperó a oír una frase en la ora que siempre hacía que el teatro se viniera abajo en aplausos, y entonces, en silencio, abrió la puerta del palco, apuntó a la nuca del presidente y disparó. Después Booth saltó al escenario y escapó en un caballo que lo esperaba detrás del teatro.
El presidente Lincoln murió a la mañana siguiente: Booth había pasado a la historia. Más, ¿quién era y por qué quiso matar al presidente? Booth era un exitoso actor que ganaba más de 20.000 dólares anuales. Sin embargo, también era un decidido opositor de la decimotercera enmienda de Lincoln, que pretendía abolir la esclavitud del sur (confederados)
El plan original de Booth, elaborado un mes antes, era secuestrar al presidente Lincoln y entregarlo al gobierno confederado, que podría intercambiarlo por prisioneros de guerra. Reclutó a varios cómplices para que le ayudaran. Realizaron su primer intento el 17 de marzo, cuando interceptaron el carruaje del presidente en camino a una función de teatro en Washington. Sin embargo, Lincoln no iba en el carruaje. Entonces, Booth decidió secuestrar al presidente en el Teatro Ford. Pero cuando estuvo listo, el gobierno confederado había caído y Booth decidió que sólo medidas desesperadas podrían ayudar al Sur. Pensó que si mataba al presidente podría incitar una revolución en el norte que ayudara al Sur.
Al principio pareció que el asesino, luego de cruzar el río Potomac hacia Virginia, eludiría a sus perseguidores. Pero el 26 de abril de 1865 Booth fue rodeado por tropas de la Unión en un depósito de tabaco en Virginia. Como se negó a entregarse vivo, incendiaron el depósito y fue muerto a tiros cuando intentó escapar de las llamas.


¿Sabías qué?, Readers Digest, 1990


domingo, 6 de julio de 2014

Estructuras conviviales

El convivio en el teatro


Desde los festivales teatrales en la Atenas de los tiranos, el teatro preserva la estructura convivial que poco a poco irá perdiendo protagonismo —muy aceleradamente a partir del siglo XVI— al propiciarse a través del libro la lectura en soledad, ex visu, como acto individual. Creemos que el teatro es una de las manifestaciones conviviales heredadas en el presente de esa “cultura viviente”, perduración de los hábitos de una sociedad “Caliente” y “salvaje” en el marco de una  cultura “fría” y “domesticada”. En el teatro, la letra palpita en vivo, a través de las formas de producción, circulación y recepción diferentes de la letra in Vitro, encapsulada, “enfrascada” propia de la cultura del libro. La relación de presencias entre el artista y el espectador resguarda o restituye a lo literario el carácter situado espacio-temporalmente de la emisión y la recepción, borrando la “modalidad de inacabado”. En consecuencia, el teatro pertenece, con sus diferencias, a la tradición de la poesía oral. Hoy el teatro preserva la cultura de la oralidad en una sociedad letrada y regida por el auge de lo sociocomunicacional sobre lo socioespacial.

Llamamos acontecimiento teatral a la singularidad, la especificidad del teatro según las prácticas occidentales, advertida por contraste con las otras artes. Hablamos de acontecimiento porque lo teatral “sucede”, es praxis, acción humana, sólo devenida objeto por el examen analítico.
Los tres momentos de constitución del teatro en teatro son:
·         El acontecimiento convivial, que es condición de posibilidad y antecedente de...
·         El acontecimiento del lenguaje o acontecimiento poético, frente a cuyo advenimiento se produce...
·         El acontecimiento de constitución del espacio del espectador.

El teatro acaba de constituirse como tal en el tercer acontecimiento y sólo gracias a él. Sin acontecimiento de expectación no hay teatralidad, pero tampoco la hay si el acontecimiento de expectación no se ve articulado por la naturaleza específica de los dos acontecimientos anteriores: el convivial y el poético. En consecuencia, no es la condición aislada de espectador lo que determina la teatralidad sino lo que la completa concatenadamente con los procesos convivial y poético. Estos moralizan la categoría de expectación, la afectan y singularizan teatralmente —distinguiéndola de otras formas de actividad espectatorial, por ejemplo, la cinematográfica y la televisiva— y a la vez la concitan para el advenimiento del teatro si y sólo si la expectación se manifiesta dando entidad totalizante al acontecimiento teatral.
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Jorge Dubatti

Fragmentos de El convivio teatral, Textos Básicos, Atuel, 2003


viernes, 23 de mayo de 2014

Artículo sobre la danza

La magia de la Danza


Donde hay gente, hay danza. Para muchas personas “civilizadas”, bailar no es más que una diversión. Pero lejos de salones de baile y discotecas, en muchas sociedades las danzas rituales aún marcan etapas de la vida y sirven para comunicarse con los dioses.
Algunos pueblos danzan para lograr buenas cosechas y cacerías o lluvias en sus secas tierras, o para vencer enfermedades o enemigos. Estas danzas son una forma de rezo y tiene poderes mágicos.
Son típicas las danzas en que se imitan animales. Por ejemplo, para distraer al espíritu del canguro antes de cazarlo, y apaciguarlo luego, los jóvenes de la tribu de aborígenes australianos kemmirai dan saltos, se pintan y ponen las manos en el pecho, como el animal que están a punto de matar. Y los indios tewa en Nuevo México danzan, galopan y se detienen, tiemblan y sacuden la cabeza por miedo, como el venado al que cazan.
Los indios de las praderas centrales de Estados Unidos evocan a la lluvia: los sioux llenan una olla de agua y bailan a su alrededor cuatro veces antes de tirarse al suelo y beber el líquido. Algunas danzan ayudan a la supervivencia de individuos o aun de tribus. Los inuit y los indios del Amazonas tienen chamanes, que danzan hasta el éxtasis para entrar en el mundo espiritual y recuperar el alma de alguien que está enfermo. La tarea de los “bailarines del diablo” en Sri Lanka también es exorcizar espíritus malignos, al tiempo que los iroqueses del estado de Nueva York tienen un singular buen humor para procurar la curación: primero el chamán decide cuál es la causa de la enfermedad, que muchas veces es el espíritu de un animal, y después receta una danza ritual para aplacar al espíritu ofendido. Los bailarines imitan al animal, e incluso devoran el alimento favorito de éste; la danza termina cuando todos animan ruidosamente al paciente.
En tales sociedades, las danzas marcan las etapas de la vida: nacimiento, pubertad, matrimonio y muerte van acompañados de bailes. Lo impresionante de éstos para un occidental es que raras vecen bailan parejas de hombre y mujer. Además, no cambian los pasos y gestos tradicionales. Tan estricto puede ser el código, según se dice, que los ancianos de la isla de Gaua, en las Nuevas Hébridas, vigilan a los danzantes, listos para lanzar una flecha al desafortunado que cometa un error.







¿Sabías qué?, Readers Digest, 1990


domingo, 23 de marzo de 2014

El teatro según Artaud

El teatro y la cultura (2)


Podemos esbozar una idea de la cultura, una idea que es ante todo una protesta.
Protesta contra la limitación insensata que se impone a la idea de la cultura, al reducirla a una especie de inconcebible panteón; lo que motiva una idolatría de la cultura, parecida a la que esas religiones que meten a sus dioses en un panteón.
Protesta contra la idea de una cultura separada de la vida, como si la cultura se diera por un lado y la vida por otro; y como si la verdadera cultura no fuera un medio refinado de comprender y ejercer la vida.
Pueden quemar la biblioteca de Alejandría. Por encima y fuera de los papiros hay fuerzas; nos quitarán por algún tiempo la facultad de encontrar otra vez esas fuerzas, pero no suprimirán su energía. Y conviene que las facilidades demasiados grandes desaparezcan y que las formas caigan en el olvido; la cultura sin espacio ni tiempo, limitada sólo por nuestra capacidad nerviosa, reaparecerá con energía acrecentada. Y está bien que de tanto en tanto se produzcan cataclismos que nos inciten a volver a la naturaleza, es decir, a reencontrar la vida. El viejo totemismo de los animales, de las piedras, de los objetos cargados de electricidad, de los ropajes impregnados de esencias bestiales, brevemente, todo cuanto sirve para captar, dirigir y derivar fuerzas es para nosotros cosa muerta, de la que no sacamos más que un provecho artístico y estático, un provecho de espectadores y no de actores.
Ahora bien, el totemismo es actor, pues se mueve y fue creado para actores; y toda cultura verdadera se apoya en los medios bárbaros y primitivos del totemismo, cuya vida salvaje, es decir, enteramente espontánea, yo quiero adorar.
Lo que nos ha hecho perder la cultura es nuestra idea occidental del arte y el provecho que de ella obtenemos. ¡Arte y cultura no pueden ir de acuerdo, contrariamente al uso que de ellos se hace universalmente!
La verdadera cultura actúa por su exaltación y por su fuerza y el ideal europeo del arte pretende que el espíritu adopte una actitud separada de tal fuerza, pero que asista a su exaltación. Idea perezosa, inútil, y que engendra la muerte a breve plazo. Las múltiples muertes de la serpiente de Quetzalcoatl son armoniosas porque expresan el equilibrio y las fluctuaciones de una fuerza dormida; y la intensidad de las formas sólo se da allí para seducir y captar una fuerza que provoca, en música, un acorde desgarrador.
Los dioses que duermen en los museos; el dios del Fuego con su incensario que se parece a un trípode de la inquisición; Tlaloc, uno de los múltiples dioses de las Aguas, en la muralla de granito verde; la Diosa Madre de las Aguas, la Diosa Madre de las Flores; la expresión inmutable y sonora de la Diosa con ropas de jade verde, bajo la cobertura de varias capas de agua; la expresión enajenada y bienaventurada, el rostro crepitante de aromas, con átomos solares que gira alrededor, de la Diosa Madre de las Flores; esa especie de servidumbre obligada de un mundo donde la piedra se anima porque ha sido golpeada de modo adecuado, el mundo de los hombres orgánicamente civilizados, es decir, con órganos vitales que salen también de su reposo, ese mundo humano nos penetra, participa en la danza de los dioses, sin mirar hacia atrás y sin volverse, pues podría transformarse, como nosotros, en estériles estatuas de sal.
En México, pues de México se trata, no hay arte, y las cosas sirven. Y el mundo está en perpetua exaltación.
A nuestra idea inerte y desinteresada del arte, una cultura auténtica opone su concepción mágica y violentamente egoísta, es decir, interesada. Pues los mexicanos captan el Manas, las fuerzas que duermen en todas las formas, que no se liberan si contemplamos las formas como tales, pero que nacen a la vida si nos identificamos mágicamente para apresurar la comunicación.
Cuando todo nos impulsa a dormir, y miramos con ojos fijos y conscientes, es difícil despertar y mirar como en sueños, con ojos que no saben ya para qué sirven, con una mirada que se ha vuelto hacia dentro.
Así se abre paso la extraña idea de una acción desinteresada, y más violenta aún porque bordea la tentación del reposo.
Toda efigie verdadera tiene su sombra que la dobla; y el arte decae a partir del momento en que el escultor cree liberar una especie de sombra, cuya existencia destruirá su propio reposo.
Al igual que toda cultura mágica expresada por jeroglíficos apropiados, el verdadero teatro tiene también su sombras; y entre todos los lenguajes y todas las artes es el único cuyas sombras han roto sus propias limitaciones. Y desde el principio pudo decirse que esas sombras no toleraban ninguna limitación.
Nuestra idea petrificada del arte se suma a nuestra idea petrificada de una cultura sin sombras, y donde, no importa a qué lado se vuelva, nuestro espíritu no encuentra sino vacío, cuando en cambio el espacio está lleno.
Pero el teatro verdadero, ya que se mueve y utiliza instrumentos vivientes, continúa agitando sombras en las que siempre ha tropezado la vida. El actor que no repite dos veces el mismo gesto, pero que gesticula, se mueve, y por cierto maltrata las formas, detrás de esas formas y por su destrucción recobra aquello que sobrevive a las formas y las continúa.
El teatro que no está en nada, pero que se vale de todos los lenguajes: gestos, sonidos, palabras, fuego, gritos, vuelve a encontrar su camino precisamente en el punto en que el espíritu, para manifestarse, siente necesidad de un lenguaje.
Y la fijación del teatro en un lenguaje: palabras escritas, música, luces, ruidos, indica su ruina a breve plazo, pues la elección de un lenguaje revela cierto gusto por los efectos especiales de ese lenguaje; y el desecamiento del lenguaje acompaña a su desecación.
El problema, tanto para el teatro, como para la cultura, sigue siendo el de nombrar y dirigir sombras; y el teatro, que no se afirma en el lenguaje ni en las formas, destruye así las sombras falsas, pero prepara el camino a otro nacimiento de sombras, y a su alrededor se congrega el verdadero espectáculo de la vida.
Destruir el lenguaje para alcanzar la vida es crear o recrear al teatro. Lo importante no es suponer que este acto deba ser siempre sagrado, es decir, reservado; lo importante es creer que no cualquiera puede hacerlo, y que una preparación es necesaria.
Esto conduce a rechazar las limitaciones habituales del hombre y de los poderes del hombre, y a extender infinitamente las fronteras de la llamada realidad.
Ha de creerse en un sentido de la vida renovado por el teatro, y donde el hombre se adueñe impávidamente de lo que aún no existe y lo haga nacer. Y todo cuanto no ha nacido puede nacer aún si no nos contentamos como hasta ahora con ser meros instrumentos de registro.
Por otra pare, cuando pronunciamos la palabra vida, debe entenderse que no hablamos de la vida tal como se nos revela en la superficie de los hechos, sino de esa especie de centro frágil e inquieto que las formas no alcanzan. Si hay aún algo infernal y verdaderamente maldito en nuestro tiempo es para esa complacencia artística con que nos detenemos en las formas, en vez de ser como hombres condenados al suplicio del fuego, que hacen señas sobe sus hogueras.

Antonin Artaud
(Fragmento)
El teatro y su doble, 1938, Buenos Aires, Sudamericana, 2005







domingo, 23 de febrero de 2014

Lenguajes escénicos

Las didascalias: una palabra recuperada


Las distintas corrientes de la teoría literaria consideran la narración y el teatro como géneros diferentes, con su propia legalidad y su propia especificidad. Aunque los esfuerzos por delimitar uno y otro continúan verificándose aún en recientes trabajos críticos, la revalorización de la palabra teatral verificada en las últimas décadas generó nuevas miradas sobre el texto dramático. En este sentido, el discurso didascálico mereció especial atención como escritura límite, no ya de la tradicional oposición entre texto y representación, sino en tanto punto de encuentro (y desencuentro) entre teatro y literatura.
Las didascalias son precisamente el aspecto discursivo más complejo y ambiguo del texto dramático y, al mismo tiempo, el más específico y determinante de su teatralidad.
La didascalias condensa la duplicidad (presencia-ausencia, realidad-ficción) que funda lo teatral. Son a la vez actos ilocutorios representativos, que apuntan a la creencia, a hacer coincidir la palabra con el mundo, a comprometer al locutor con la verdad de lo expresado, y actos ilocutorios directivos, los cuales en este caso, más que ordenar, sugieren los modos de materializar la propuesta dramática y/o suplican ─indirectamente─ una cooperación interpretativa por parte del receptor.

Fragmento de:

Beatriz Trastoy, Perla Zayas de Lima; Lenguajes escénicos, Prometeo, 2006