sábado, 10 de septiembre de 2011

La astucia del aburrimiento


Me hallaba un día en una universidad inglesa, durante el ciclo de conferencias que sirvieron de base para mi libro El espacio vacío, subido a una tarima frente a un gran agujero negro, y en el fondo de aquel agujero distinguía vagamente a unas cuantas personas sentadas en la oscuridad. Cuando empecé a hablar tuve la sensación de que todo lo que decía no tenía el menor sentido. Me fui deprimiendo cada vez más ante la imposibilidad de hallar un medio natural para llegar hasta ellos.
Los ví sentados como alumnos atentos, esperando las palabras sabias con las que llenarían sus libretas de apuntes, mientras yo representaba el papel de profesor investido de la autoridad que confiere una altura de dos metros por encima de los que escuchan. Afortunadamente tuve el valor de interrumpirme y sugerir que buscáramos un nuevo espacio. Los organizadores se dedicaron a recorrer la universidad hasta que hallaron una habitación que era demasiado estrecha y muy incómoda, pero donde nos fue posible desarrollar una relación más natural e intensa. Cuando empecé a hablar de nuevo, percibí de inmediato que bajo esas nuevas condiciones se había establecido también un nuevo contacto entre los estudiantes y yo. A partir de ese momento fui capaz de hablar con toda libertad y el público disfrutó de nuestra liberación. Las preguntas, al igual que las respuestas, fluyeron sin dificultad. Aquel día aprendí una importante lección sobre el espacio, que se convirtió en la base de los experimentos emprendidos muchos años después en París, en nuestro Centro Internacional de Experimentación Teatral.
Es necesario crear un espacio vacío para que se produzca algo de calidad. Un espacio vacío permite que nazca un nuevo fenómeno, ya que sólo si la experiencia es fresca y nueva podrá existir cuanto se relacione con contenido, significado, expresión, lenguaje y música. No obstante, no hay experiencia fresca y nueva sin un espacio puro, virgen, para albergarla.

Un director sudafricana de gran dinamismo, que creó un movimiento de teatro negro en los municipios negros de Sudáfrica, me dijo en una ocasión: “Todos hemos leído El espacio vacío, nos ha ayudado mucho”. Me sentí halagado, pero también sorprendido, ya que la mayor parte del libro se había escrito antes de nuestras experiencias en África y hacía referencia a teatros de Londres, París, Nueva York... ¿Qué utilidad podían haber encontrado en el texto? ¿Cómo era posible que hallaran sentido en el libro? ¿Qué relación podía tener con la tarea de introducir el teatro en las condiciones de vida de Soweto? Formulé la pregunta y él me respondió: “¡La primera frase!”

Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro lo observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral

Antes de leer el libro estaban convencidos de que hacer teatro en sus condiciones los abocaría al desastre sin remedio, porque en los municipios negros de Sudáfrica no había un solo “edificio de teatro”. Creían que no podrían llegar muy lejos si no disponían de teatros de un millar de asientos, con telones y telares, luces y focos de colores, como en París, Londres y Nueva York. Y de repente descubrieron un libro cuya primera frase afirmaba que tenían todo lo que necesitaban para hacer teatro.
A principios de los años setenta empezamos a hacer experimentos fuera de lo que se consideraba “un teatro”. Durante los primeros tres años realizamos cientos de representaciones en la calle, en cafés, en hospitales, en las antiguas ruinas de Persépolis, en poblados africanos, en garajes americanos, en cuarteles, entre bancos de cemento de parques urbanos... Aprendimos mucho; para los actores la experiencia más importante fue actuar frente a un público al que veían, en comparación con los públicos invisibles a los que estaban acostumbrados. Muchos de ellos habían trabajado en grandes teatros convencionales y experimentaron una fuerte conmoción al hallarse en África en contacto directo con el público, con el sol como único foco, uniendo a espectador e intérprete bajo un mismo resplandor imparcial. Bruce Myers, uno de nuestros actores, dijo en una ocasión: “En los diez años de mi vida profesional en el teatro jamás había visto a las personas para las que hago este trabajo. De repente las veo. Hace un año me hubiera aterrorizado la sensación de desnudez. Me habrían quitado la más importante de mis defensas. Hubiera pensado : «¡Qué pesadilla ver sus caras!»”. De repente se dio cuenta de que, muy al contrario, ver a los espectadores daba un nuevo sentido a su trabajo. Otro de los aspectos del espacio vacío es que el vacío se comparte: es el mismo espacio para todos los presentes.

Peter Brook, (1993) La puerta abierta. Reflexiones sobre la interpretación y el teatro, Alba Editorial, 1997

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